Agita tus alas

Tío Antonio siempre fue el tío de todos, aunque luego, con el tiempo, supimos que por lazos familiares no era el tío de nadie. Pero eso nunca nos importó ni importa ahora. Él era el encargado del huerto común de nuestro edificio, el número 22 de la Calle Vencebatallas, el lugar donde nací y crecí, el lugar que aún hoy me abraza y me mece con sus lindas montañas. A los alimentos del tío Antonio no les hacía falta ni más azúcar ni más limón, ni más sabor ni más color. Eran deliciosos.

Desconozco la edad que el tío Antonio podía tener, aunque sí le recuerdo como a un abuelo con mucha energía y vitalidad. Vivía al ritmo que vive la naturaleza y la energía del sol la absorbía de las montañas, del aire, del mar, del río, del bosque… Para él el huerto era algo más que un pedazo de tierra. Para él la tierra y su vinculación con ella eran una forma de vida que nos quería transmitir. Por eso, cumplidos ya mis nueve años, recuerdo que nos llevó de excursión a la montaña para que saboreáramos la vida sin aditivos, sin más magia que la que ella ofrece por sí sola.

Fuimos todos los niños y niñas del edificio, desde los más pequeños, con apenas seis años, hasta los mayores, con doce. El camino a su gran huerto, el que estaba en mitad de la montaña Airam, fue como un viaje a un fin del mundo deseado. Caminamos por lugares que hasta entonces habían estado ocultos a nuestros ojos y a nuestras ganas de aventura, estiramos el cuello como nunca para ver las copas de árboles inmensos, conocimos el nacimiento del río en el que tantas veces nos habíamos bañado, compartimos caminos con animales, flores, nubes y susurrantes vientos.

En  mitad del denso bosque y en plena montaña Airam, se abrió ante nosotros una gran ladera de fresca hierba, de tierras de mil tonos, de árboles frutales, de verduras, hortalizas, cereales… Si lo que nos encontramos fue una fiesta para la vista, también lo fue para el olfato, para el tacto y para el gusto. ¡Y el silencio! El tío Antonio nos dijo que el silencio nos había compuesto una hermosa sinfonía. Y nos tumbamos sobre la hierba para escucharla. Y la música nos envolvió, nos elevó y nos unió. Nunca lo olvidaré. Cierro los ojos y siento con intensidad la esencia de aquel lugar que hoy se mantiene puro y vivo en mí. Y al tiempo, agito mis brazos y me siento feliz mientras recuerdo el día que vimos aterrizar miles de aves en el Lago de los Patos, un sorprendente teatro de la naturaleza ubicado en la parte norte de la montaña Airam.

– ¿Veis aquellos dos patos que parecen pelearse?- nos preguntó en susurros tío Antonio.

Casi todos asentimos en silencio.

– Fijaros. Algo les ha molestado, parecen enfadados y necesitan aclarar algo. Observad. Se elevan, chocan sus cuerpos y enfilan sus picos. Mirad. Ya han parado. ¿Los veis?

– Sí, sí, sí- íbamos respondiendo todos en voz muy baja.

– Ahora cada uno va por su lado, en direcciones opuestas pero… mirad… agitan de nuevo sus alas con fuerza… y vuelven a flotar en paz sobre el lago. ¿Habéis visto? Ahora están relajados, como si nada hubiera pasado y mañana volverán a estar juntos.

Tío Antonio se giró hacia nosotros, nos miró y nos dijo.

-Quiero que recordéis este momento, y que cuando hoy, mañana o el día que esté más lejos a mañana haya algo que os moleste y os preocupe, lo tratéis de arreglar, de hablar, de aclarar y entender. Y que después agitéis fuerte vuestros brazos para soltar toda la energía y los pensamientos negativos y para que podáis volver a disfrutar del ahora como lo hacemos aquí.

Y entonces empezó a mover sus brazos, y todos nosotros lo hicimos también, imitando a los patos. Nos reímos mucho y nuestras risas asustaron a los patos más cercanos. Hoy, muchos años después, ya no asusto a nadie cuando lo hago. Pruébalo. Agita tus brazos conmigo y ríe.

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Una respuesta a Agita tus alas

  1. Sandra dijo:

    Yo también voy a agitar los brazos!!!!!!!!

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